Los y las guanacastecas nos reconocemos: somos hijos e hijas de una tierra árida, que de diciembre a abril está seca, con colinas que arden y jaraguales que parecen mar. Jocotes, mangos, marañones perfuman la sabana, con lunas que invitan a no dormir, sino a soñar. Solo el guanacasteco y la guanacasteca comprenden cómo el sol se hace líquido en un hueco de la palmera de coyol. Solo un nicoyano sabe celebrar cada noviembre la pica de leña, un santacruceño honra a Santo Esquipulas. Somos de la bajura ardiente, de la península que nos robaron, pero que permanece impresa en la memoria de todo un pueblo. Esa tierra que cada mayo florece y reverdece con las primeras lluvias; la vida vuelve a la pampa, al llano que me vio crecer. Los malinches, el madero de sabana, el sandal visten mi tierra de color. Los ríos malcriados reclaman su territorio e inundan la llanura del Tempisque para hacerla fértil, para hacerla parir arroz, maíz y frijoles. Somos mujeres y hombres de maíz. Somos Gu...
Juan hacía ya tiempo que se había ido a la bananera. Al principio enviaba dinero todos los meses. Luego, hubo un silencio. No llegó más el telegrama donde se le indicaba que el dinero estaba en el banco del pueblo. Ella se comía las uñas pensando que algo malo le hubiese sucedido. Así que, con lo poco que tenía, juntó algo de dinero y se fue a buscarlo. Tremenda sorpresa se llevó cuando llegó a Finca 6 y preguntó por Juan Oconor. Una mujer que compraba en el abastecedor le indicó que vivía dos cuadras más abajo, en una casa color amarillo, justo en la esquina sur de la plaza. Estaba cansada y tenía hambre, pero continuó. Pensó que al llegar a la casa él le daría algo de beber y de comer. Caminó la cuadra con rapidez; tenía ansiedad. Tenía más de cinco meses de no saber nada de él. Los guilas preguntaban, sobre todo el pequeño Fabián. Además, las vecinas rumoraban. Pero ya pronto sabría qué estaba pasando. La gente malintencionada quería sembrar en ella la desconfianza. Su Juan era...
El cabello corto de la tía Dianeth : La tía Dianeth fue la esposa de mi tío Abdalá. Era de piel muy blanca, delgada, ojos cafés y un largo cabello castaño. En la familia le decían "la Cartaga", por su origen. La tía tenía prohibido cortarse el cabello; el abuelo lo había dicho: “Si te cortas el cabello, aquí no vuelvas”. Cuando ella sugirió que iría al pueblo y se lo cortaría porque lo tenía muy largo, para esa época yo era una niña y me gustaba ir a su casa. Ella hacía unos dulces de leche irrepetibles, escuchaba canciones del Puma, y me contaba que soñaba con él. Claro, antes me advertía que no dijera nada. A cambio de ser la confidente de sus sueños, me hacía arroz con leche, cajetas y atol de maíz morado. La tía llenó mi niñez y adolescencia de risas y dulces. ¿Cómo olvidar sus empanadas de queso y azúcar? Ella sufrió en silencio todas las infidelidades, como todas las mujeres de mi familia, que aceptaban su destino sin chistar. Yo crecí y me fui del pueblo. Volvía lo...
Comentarios