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Mostrando entradas de agosto 27, 2008

“Premonición” En memoria de mi abuela)

-Algo me estaba incomodando esa mañana, no sabía exactamente qué era. Se me oprimía el corazón —si es que el corazón se puede oprimir—, esa extraña sensación de un vacío en el estómago. Me sentía como un personaje de los cuentos de Ángeles Mastretta, una de sus tías. Sabía que no era un buen día. La lluvia continuaba cayendo y yo, ahí, en la casa, acomodando esto y lo otro, con esa extraña sensación que me ha acompañado desde niña. Recuerdo la tarde en que vi a mi padre por última vez. Le di un beso con tantas ganas, y luego, mientras se iba en el carro, se perdía en la nube de polvo que dejaba tras de sí. Me dio por llorar y mi madre me regañó. Yo quería explicarle que sentía que no lo volvería a ver, pero ella no lo comprendería, así que me refugié, como siempre, en las páginas de un libro. —Estaba sola en casa, mi hija se había ido a Guanacaste. Era una tarde preciosa de marzo, así que fui a casa de una amiga a tomar café. Cuando regresaba, faltando poco para llegar a cas...

La casa color amarillo

La casa color amarillo Juan hacía ya tiempo que se había ido a la bananera. Al principio enviaba dinero todos los meses. Luego, hubo un silencio. No llegó más el telegrama donde se le indicaba que el dinero estaba en el banco del pueblo. Ella se comía las uñas pensando que algo malo le hubiese sucedido. Así que, con lo poco que tenía, juntó algo de dinero y se fue a buscarlo. Tremenda sorpresa se llevó cuando llegó a Finca 6 y preguntó por Juan Oconor. Una mujer que compraba en el abastecedor le indicó que vivía dos cuadras más abajo, en una casa color amarillo, justo en la esquina sur de la plaza. Estaba cansada y tenía hambre, pero continuó. Pensó que al llegar a la casa él le daría algo de beber y de comer. Caminó la cuadra con rapidez; tenía ansiedad. Tenía más de cinco meses de no saber nada de él. Los guilas preguntaban, sobre todo el pequeño Fabián. Además, las vecinas rumoraban. Pero ya pronto sabría qué estaba pasando. La gente malintencionada quería sembrar en ella la de...

La promesa

La promesa La mujer seguía sentada en el corredor, la mirada fija en el camino. Sabía que aparecería de un momento a otro. No podía faltar: era un compromiso. Se lo había prometido años atrás —demasiados, tal vez—, pero llegaría, lo sabía. Sería la única promesa que él le cumpliría, y guardaba esa esperanza. Ella tendría que partir esa tarde. Necesitaba verlo. Llevaba un vestido blanco, el pelo suelto, estaba descalza. Le agradaba esa sensación de libertad, sentirse etérea, casi liviana. Era como volver a ser joven. Se vio a sí misma a los veinte años, corriendo libre a la orilla del mar. Siempre fue alegre, desenfadada. Reír era vital. Siempre en luchas, comprometiéndose en alma por las causas de su pueblo. Ahora todo le parecía tan lejano. Solo sentía paz. Esa paz que buscó toda su vida y por la cual luchó tanto. Al final del camino la había encontrado, precisamente ahí, junto a la montaña, alejándose de la ciudad, del ruido de los autos, refugiándose en sus amados libros. Disfrut...

El salón

Era en extremo delgada. Su piel blanca, un negrísimo cabello largo hasta los hombros, llevaba gafas y vestía largas faldas de colores oscuros. Era casi imperceptible. Ligera. De niña, nadie la notó. Igual en la universidad: a pesar de graduarse con honores, muchos la conocieron el día mismo de su graduación. Tímidamente llegó al salón. Tomó una ficha. Había mucho ruido. Las mujeres a su alrededor charlaban animadamente: era una mezcla de carnaval. Algunas llevaban papel aluminio en la cabeza, otras algo verde en el rostro. Varias sumergían sus pies en cómodos recipientes con agua tibia que vibraban y al parecer brindaban placer. Había tubos de colores por doquier, cosméticos, cuanta cosa se pudiera imaginar. Era un mundo desconocido para ella. Y había algo de magia en el ambiente: el ir y venir de mujeres sonriendo, contándose historias de hijos, esposos, amantes, tomando café o té. Al cabo de un rato, se levantó y se dirigió a la puerta. Quería salir de ahí lo más pronto pos...

Mi revolución bajo la luna

Mi revolución bajo la luna Para esa época, mi única preocupación era cómo escaparme sin ser descubierta por mis padres. Cada noche de luna me entraba una extraña desesperación. Veía por las rendijas de la vieja casa de madera en la que crecí cómo la luna iluminaba el patio, y me parecía un desperdicio estar metida en la cama con tanta claridad. Así que esperaba escuchar los ronquidos de mi padre y, sigilosa, salía del mosquitero, abría la ventana y, de un brinco, saltaba a la libertad, con la sensación de que todo el jardín y el llano eran para mí. Me sentaba en la alcantarilla o deambulaba por el pueblo. A veces llegaba hasta la casa del abuelo y, escondida, escuchaba los cuentos de espantos que contaban a la luz de una fogata. Creo que algunas veces mi abuelita me vio, pero, cómplice de mis escapadas, nunca dijo nada. En esas noches oscuras, me sentaba a ver las estrellas. Las contaba una a una, dibujaba con ellas extrañas figuras, y cuando los aullidos de los coyotes interrumpía...