El salón
Era en extremo delgada.
Su piel blanca, un negrísimo cabello largo hasta los hombros, llevaba gafas y vestía largas faldas de colores oscuros.
Era casi imperceptible. Ligera.
De niña, nadie la notó. Igual en la universidad: a pesar de graduarse con honores, muchos la conocieron el día mismo de su graduación.
Tímidamente llegó al salón. Tomó una ficha. Había mucho ruido.
Las mujeres a su alrededor charlaban animadamente: era una mezcla de carnaval. Algunas llevaban papel aluminio en la cabeza, otras algo verde en el rostro.
Varias sumergían sus pies en cómodos recipientes con agua tibia que vibraban y al parecer brindaban placer.
Había tubos de colores por doquier, cosméticos, cuanta cosa se pudiera imaginar.
Era un mundo desconocido para ella.
Y había algo de magia en el ambiente: el ir y venir de mujeres sonriendo, contándose historias de hijos, esposos, amantes, tomando café o té.
Al cabo de un rato, se levantó y se dirigió a la puerta. Quería salir de ahí lo más pronto posible.
Pero una de las chicas, que llevaba una gabacha negra de plástico, le indicó que se sentara: era su turno.
Con timidez, le expresó que necesitaba recortar su cabello y hacerlo lucir un poco más abundante.
La chica de faldas cortas y gabacha negra le dirigió una sonrisa.
Enseguida inició su tarea.
Una vez cortado el cabello, lo entubó con unos pequeños tubos verdes que fueron poblando su escasa cabellera.
Luego la pasaron a un rincón, donde habitaba una fea máquina que parecía salida de una película de ciencia ficción.
Le indicaron que debía sentarse allí para ayudar a secar su pelo.
Se despertó cuando todos se habían marchado.
No había nadie en el salón.
Se habían olvidado de ella.
Estaba desesperada. Quiso salir de aquella horrible máquina, pero no pudo.
El sudor bajaba por su delgado cuerpo.
Al cabo de un rato de llorar, se sintió mejor.
Liviana. Etérea. Libre.
Al día siguiente, cuando abrieron el salón, solo encontraron un feo vestido en aquel rincón, donde habitaba aquella vieja máquina de secar cabellos.
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