La promesa

La promesa

La mujer seguía sentada en el corredor, la mirada fija en el camino. Sabía que aparecería de un momento a otro. No podía faltar: era un compromiso. Se lo había prometido años atrás —demasiados, tal vez—, pero llegaría, lo sabía. Sería la única promesa que él le cumpliría, y guardaba esa esperanza. Ella tendría que partir esa tarde. Necesitaba verlo.

Llevaba un vestido blanco, el pelo suelto, estaba descalza. Le agradaba esa sensación de libertad, sentirse etérea, casi liviana. Era como volver a ser joven. Se vio a sí misma a los veinte años, corriendo libre a la orilla del mar. Siempre fue alegre, desenfadada. Reír era vital. Siempre en luchas, comprometiéndose en alma por las causas de su pueblo. Ahora todo le parecía tan lejano. Solo sentía paz. Esa paz que buscó toda su vida y por la cual luchó tanto. Al final del camino la había encontrado, precisamente ahí, junto a la montaña, alejándose de la ciudad, del ruido de los autos, refugiándose en sus amados libros.

Disfrutaba las tardes de sábado tomando chocolate, remojando las galletas junto a la chimenea, o paseando con los perros. Nunca sus hijos faltaban a la cita. Siempre, a las tres en punto, se paraba en el camino para recibirlos. Eran su alegría. Lo que más odiaba era el domingo, cuando debía verlos partir. Pero se había acostumbrado. Se entretenía con el huerto. Mantener el jardín no era tarea fácil. Eso le ocupaba la mayor parte del tiempo.

Se metía en su cocina por las tardes, y lentamente derretía la parafina, llenando la casa de color y aroma. Poco a poco iban tomando forma las velas que luego vendería en el pueblo, al igual que sus jabones de esencias, que tenían buena aceptación. No necesitaba el dinero, pero era una forma de olvidar. Como si eso fuera tarea fácil.

No, nunca se olvida. Los recuerdos te siguen como pequeños y traviesos duendes: unos felices, otros tristes. Había luchado tanto por olvidar, pero un día se despertó vestida de recuerdos y los perfumó uno a uno. Les dio un olor diferente: tabaco, sándalo, canela, hierbabuena, nuez moscada, rosas, violetas… En fin, se alegró. Dejó de añorar los tiempos idos, las personas, y aprendió a vivir.

Algo lo había retrasado. No era fácil llegar hasta la casa, y menos aún después de las terribles lluvias: el camino estaba imposible. Casi todos estaban ahí. A la mayoría no los había visto en años. Algunos reunidos en la sala, otros vagaban por el jardín. Seguro comentarían lo hermoso que estaba el huerto. Todo lo que había construido la llenaba de orgullo. Le daba algo de nostalgia dejar aquello, pero sabía que los niños lo cuidarían. Ellos amaban ese lugar.

El sonido del reloj la sacó de sus pensamientos. Eran ya las cuatro de la tarde. La noche iniciaba. Vio a sus hijos dirigirse a la habitación. Recordó que había dejado su libro de vida sobre la cama. Se aprestó a ir a esconderlo, pero recordó que ya no tenía importancia.

Una pequeña llovizna empezó a caer. Los que disfrutaban del jardín decidieron entrar a la casa. El frío se dejó sentir. Sería bueno encender la chimenea, pero no tenía ganas de moverse. Estaba ahí, mirando a lo lejos, absorta, cuando divisó una silueta por el camino. Estaba segura: era él. Después de todos esos años, lo volvería a ver.

La silueta se fue acercando hasta estar a la vista de todos. El hombre caminaba lentamente. Los años no pasaban sin dejar huella, pero ella seguía amando sus ojos azules. Lo amó siempre. Hasta ese día.

Él le había prometido que, llegado el momento, regresaría a despedirse.
Ella nunca lo supo, pero Héctor nunca se casó. La amó. Y le dolía regresar de esa forma.

Magdalena observó cómo su hija corrió hasta el portón a recibirlo. Lo abrazó, y él le dio un beso en la frente. Algunos de los amigos reunidos salieron a su encuentro. Tomaron su equipaje y lo llevaron directamente a la sala.

Esta estaba iluminada por múltiples velas blancas. El olor a sándalo era penetrante, pero reconfortante. Rosas, lirios, azaleas, girasoles… adornaban toda la casa.

Él se acercó muy lentamente. Tomó la mano de Magdalena y la besó. Por sus mejillas rodaron las lágrimas, las mismas que había guardado durante quince años, deseando volver, buscándola en cada rincón de su alma. Le confesó su dolor por no haber estado con ella.

Magdalena se despidió de él. En su rostro se dibujó una sonrisa de paz.
Inició su viaje, del cual no tendría regreso.
Iba contenta. En paz.

Él cumplió su promesa: estaba de visita en su funeral.

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