“Premonición” En memoria de mi abuela)
Se me oprimía el corazón —si es que el corazón se puede oprimir—, esa extraña sensación de un vacío en el estómago.
Me sentía como un personaje de los cuentos de Ángeles Mastretta, una de sus tías.
Sabía que no era un buen día.
La lluvia continuaba cayendo y yo, ahí, en la casa, acomodando esto y lo otro, con esa extraña sensación que me ha acompañado desde niña.
Recuerdo la tarde en que vi a mi padre por última vez.
Le di un beso con tantas ganas, y luego, mientras se iba en el carro, se perdía en la nube de polvo que dejaba tras de sí.
Me dio por llorar y mi madre me regañó.
Yo quería explicarle que sentía que no lo volvería a ver, pero ella no lo comprendería, así que me refugié, como siempre, en las páginas de un libro.
—Estaba sola en casa, mi hija se había ido a Guanacaste.
Era una tarde preciosa de marzo, así que fui a casa de una amiga a tomar café.
Cuando regresaba, faltando poco para llegar a casa, pensé que él me llamaría para salir.
Abrí el portón, entré a casa y timbró el teléfono (era la época tranquila, sin móvil, sin prisas).
Con esa voz que me movía el piso y el alma, me dijo:
—Hola, ¿cómo va todo? Quería saber si te gustaría tomar algo. Conozco un antro que te gustará.
Respondí de inmediato: —Sí, nos vemos en dos horas.
Nunca le conté que cada vez que él me llamaba, yo lo intuía horas antes.
No le hablé de esa extraña conexión de saberlo cuando se sentía mal.
Lo llamaba para preguntarle cómo había estado el día, y él respondía:
—En ocasiones me asustas.
—¿Por qué? —preguntaba yo.
—Pareces bruja. Me llamás justo cuando pienso en que sería lindo oírte, que hoy no fue un buen día, que esta vaina está jodida, que me siento triste.
O la vez que fui a su casa sin avisar (pero no con el afán de ver si había alguien más), solo me levanté con las mariposas en el estómago revoloteando.
Decidí visitarlo, tenía tanta fiebre que no era capaz de hacer nada.
Al verme ahí, sin previo aviso, solo atinó a decirme:
—Sos mi bruja personal.
Lo veo muy poco.
Las mariposas en el estómago me avisan que posiblemente lo encuentre en la calle.
Dirá: —Hola, qué casualidad verte.
Yo le sonrío, le pregunto cómo le va la vida.
Tenemos una breve conversación, como para no ahondar en detalles, y que esos detalles no nos lleven al consabido ¿por qué?
Nos despedimos con ese abrazo eterno y prometemos llamarnos para tomar café y hablar un rato más, para que le cuente la vida, para saber si lo olvidé y se me olvidó, para reclamarnos y lamernos las heridas.
Pero nunca sucede.
Nunca nos llamamos.
Nunca nos vemos.
Solo nos encontramos cuando las mariposas vuelven.
Se termina el día, qué dicha, porque no me he sentido bien, y con la noche se termina esa angustia, ese estar sin estar.
Suena el teléfono.
Una voz cortante al otro lado de la línea.
Es mi hermana, que está enojada y dice que yo soy imposible.
Dice: —Mami, que la llames, la abuela sigue mal.
Hum. —Sí, ya la llamo —no da tiempo de decir nada más. Cuelga el teléfono con furia reprimida.
Marco el número del hotel de mamá.
—Madre, ¿qué sucede?
Ella responde con la voz entrecortada:
—Dicen que la abuela está muy mal. Tu tío me llamó, voy para allá.
Le respondo: —Son las diez de la noche, el camino no está bien, llueve mucho. Espérese a que amanezca y se va bien temprano.
Ella, impaciente, me contesta:
—Quiero estar con ella por si algo pasa.
(Supone que no sé lo que está sintiendo, que como no voy a la iglesia, la muerte no me importa. Si supiera el dolor que siento cuando recuerdo a mi nana. Imagina que, como no me lamento como las demás, es que no me interesa.)
—Madre, hoy no pasará, vaya a dormir, descanse.
—¿Y cómo lo sabes vos? —me enfrenta.
Quiero decirle que las mariposas se fueron de mi estómago, que esa sensación de dolor ya pasó, que no es cuestión de tiempo, que aún está lloviendo y la abuela odia mojarse, que ella prefiere irse de día, con el sol.
Recapacito y le digo:
—No, mamá, no lo sé. ¿Cómo saberlo? Solo quiero que descanses, que no te enfermes.
Igual se va en mitad de la noche.
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