Mi revolución bajo la luna
Mi revolución bajo la luna
Para esa época, mi única preocupación era cómo escaparme sin ser descubierta por mis padres. Cada noche de luna me entraba una extraña desesperación. Veía por las rendijas de la vieja casa de madera en la que crecí cómo la luna iluminaba el patio, y me parecía un desperdicio estar metida en la cama con tanta claridad. Así que esperaba escuchar los ronquidos de mi padre y, sigilosa, salía del mosquitero, abría la ventana y, de un brinco, saltaba a la libertad, con la sensación de que todo el jardín y el llano eran para mí.
Me sentaba en la alcantarilla o deambulaba por el pueblo. A veces llegaba hasta la casa del abuelo y, escondida, escuchaba los cuentos de espantos que contaban a la luz de una fogata. Creo que algunas veces mi abuelita me vio, pero, cómplice de mis escapadas, nunca dijo nada.
En esas noches oscuras, me sentaba a ver las estrellas. Las contaba una a una, dibujaba con ellas extrañas figuras, y cuando los aullidos de los coyotes interrumpían el silencio, corría de vuelta, entraba por la ventana medio abierta y, de un salto, me metía otra vez en la cama.
Eran finales de los años 70. No se escuchaba de “nicas”, ni colombianos, ni migraciones, ni delitos. Así que, cuando esos extraños llegaron al pueblo, todo fue un murmullo. Las mujeres no hablaban de otra cosa en los pozos, donde se reunían por la tarde o por la mañana a llevar agua a sus casas. Algunas reían con picardía cuando una comentaba que eran guapos. Pero la Chola —la mujer más chismosa que he conocido en mi vida (se parece mucho a la escultura de la avenida; creo que ella fue la modelo)— decía: “¡Esos son unos comunistas, no creen en Dios!”
La palabra “comunista” se me grabó, y eso de no creer en Dios aún más. Se me antojaba que, si me hacía comunista, no tendría que rezar el Padre Nuestro ni el rosario todos los días. Pero sobre todo, en Semana Santa podría subirme a los árboles sin miedo a que me creciera un rabo o ir al río sin convertirme en sirena. Aunque lo de ser sirena no me disgustaba: podría nadar lejos del pueblo, vivir en el agua, y así mi madre no me volvería a castigar por mis escapadas nocturnas.
Le pregunté a mi maestro qué era ser comunista, que yo quería ser una. Como respuesta, recibí el castigo de limpiar todos los borradores de la escuela.
Esperé pacientemente la misa del domingo. Me había enterado de que el cura nuevo era de ideas comunistas, por lo tanto, no era bien visto en el pueblo.
Cuando fui a recibir la comunión, en lugar de decir el tradicional “Amén”, solté en voz baja:
—Quiero ser comunista.
Él me miró sorprendido. Una leve sonrisa se le dibujó en los labios. Entonces, en silencio, depositó la hostia sobre mi lengua como si entregara un secreto.
Al terminar la misa, me pidió que lo ayudara a recoger el aula donde se oficiaba. (En mi pueblo no había iglesia). Pensé que otra vez iba castigada, pero al terminar de limpiar, el padre Lolito me dio un libro: El Manifiesto Comunista.
—¿Te gusta leer? —me preguntó.
—Sí, y mucho —le respondí.
—Pues te dejo de tarea leerlo, y cuando vuelva, hablamos.
Así fue como, a mis once años, leía El Manifiesto Comunista sin entender ni jota.
Pero eso me abrió la amistad con el padre Lolito, quien se encargó de adoctrinarme en esa materia. Clandestinamente me regalaba el periódico Libertad y otros documentos que hablaban de revoluciones, de igualdad. Así conocí a Ernesto Che Guevara.
Ya siendo una niña comunista, me resistí esa Semana Santa a hacer penitencia, lo que me llevó a rezar diez veces el Padre Nuestro, hincada sobre granos de maíz. Pero no importaba: era revolucionaria. Así supe que los comunistas éramos castigados por las dictaduras maternas. Mi objetivo: terminar con ellas. Le declaré la guerra a mi madre, a mi abuelo y a los maestros.
Seguía escapándome por las noches, pero ya no para vagar. Ahora tenía un propósito: hablar con los hombres que ocupaban la troja del abuelo. Ellos solían sentarse bajo el árbol de matapalo —el mismo que en el pueblo decían que estaba maldito— a tocar guitarra y cantar canciones que me hacían llorar.
Muy despacio me deslizaba hasta la ventana (mi madre me había cambiado la cama de lugar) y corría hasta donde ellos se sentaban. Me hablaron de Sandino, de Farabundo Martí, de niños y niñas de mi edad que luchaban en las montañas de Nicaragua, del dictador Somoza y de sus horrores. Conocí Vietnam y otros lugares donde la gente desaparecía solo por pensar que todos tenían derecho a labrar la tierra o a una casa digna. Escuché hablar de niños que no sabían leer. Ese mundo era nuevo para mí. La duda se me clavó: ¿sería mi papá un dictador por la cantidad de tierra que tenía y no repartía? La frase “reforma agraria” llegó a mí por primera vez.
Ahí, bajo el árbol maldito, escuché las canciones que marcaron mi adolescencia y, por qué no decirlo, mi vida.
Una tarde, al regresar de la escuela, vi cómo los rurales —esos señores de uniforme amarillo y amplios sombreros— se llevaban a mis amigos clandestinos amarrados. Vi cómo los montaron en el carro de cajón de mi abuelo, y cómo él mismo guardaba la vieja guitarra. Ese fue mi primer encuentro con la injusticia. Mi abuelo, después de que trabajaron solo por comida y dormida, los denunció y los sacaron del pueblo.
Después de eso, no volví a escaparme por las noches.
Tanta información recibida me robó la inocencia en la que vivía. Desperté. Descubrí que el hada madrina del árbol no existía, que Dios era producto de un régimen totalitario para mantenerme en cama por las noches y soñando por las mañanas. Descubrí que mi abuelo no era tan bueno como pensaba.
Por eso, esa mañana se me quedó grabada para siempre. Mientras barría mi habitación, las noticias anunciaban que los sandinistas habían ganado la revolución. Recuerdo ver a mi madre limpiarse la cara, persignarse y decir:
—Ahora sí llegó el fin. ¡Esos no creen en Dios!
Y la frase que me quedó grabada para siempre:
“La sangre de Cristo nos proteja.”
Yo sonreí. Pensé en mis amigos. En lo felices que podrían estar.
Esa noche volví a escaparme. Pero ya no deambulaba. Ahora me sentaba bajo el palo de mango, con una canfinera, a leer y tratar de entender la carta que me habían dejado en las raíces del matapalo.
Anoche, buscando en una caja que aún estaba sin desempacar, encontré un papel doblado y manchado. Casi no se distingue nada, pero está fechado: 1978.
Una extraña sensación me invadió. Lo volví a doblar y lo metí en la misma cajita de galletas.
Ahí se quedará.
Para preservarla.
Y para que la memoria no me vuelva a traicionar.
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