Ser Guanacasteco
Los y las guanacastecas nos reconocemos: somos hijos e hijas de una tierra árida, que de diciembre a abril está seca, con colinas que arden y jaraguales que parecen mar.
Jocotes, mangos, marañones perfuman la sabana, con lunas que invitan a no dormir, sino a soñar. Solo el guanacasteco y la guanacasteca comprenden cómo el sol se hace líquido en un hueco de la palmera de coyol. Solo un nicoyano sabe celebrar cada noviembre la pica de leña, un santacruceño honra a Santo Esquipulas.
Somos de la bajura ardiente, de la península que nos robaron, pero que permanece impresa en la memoria de todo un pueblo.
Esa tierra que cada mayo florece y reverdece con las primeras lluvias; la vida vuelve a la pampa, al llano que me vio crecer.
Los malinches, el madero de sabana, el sandal visten mi tierra de color.
Los ríos malcriados reclaman su territorio e inundan la llanura del Tempisque para hacerla fértil, para hacerla parir arroz, maíz y frijoles.
Somos mujeres y hombres de maíz. Somos Guanacaste. Somos coyol, arroz de maíz, rosquilla, diana a las cinco de la mañana. Somos canción y baile. Somos gupias, toros, somos de amanecida.
Solo el hombre guanacasteco sabe lo que es trabajar de sol a sol. Ese sol incandescente que desdibuja el horizonte.
Somos Guanacaste, árbol de orejas. Aprendimos a escuchar al tiempo, que pasa lento, y si pides una dirección, te la dan así: “Del árbol de mango recto, ahí cerquita.” Es donde se pregunta de qué familias sos, donde el café está a la orden del día, para quien quiera llegar a fresquear la tarde.
Orgullosamente guanacasteca, hija de los jaraguales, del río Morote, del llano, de serenatas y coyoleadas.
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