A las cuatro, en octubre

 Teníamos cuatro horas de viaje, y aún nos faltaban dos más. El cansancio era evidente. El camino a Jícaral estaba hecho polvo: la lluvia caía sin tregua y los huecos parecían cráteres lunares. Intentaba dormir, pero era casi imposible. Cerré los ojos en un intento de engañar la realidad.

Pensaba en ella.

En su gallo pinto, en su risa dibujada cuando le mostraba mis notas del colegio. Siempre me decía: "Estudie, hija, estudie mucho". Y como premio por los exámenes ganados, me daba una moneda de veinte colones. Fue ella quien me compró mi primer sostén. Decía que mi mamá era anticuada, con eso de obligarme a usar combinaciones en vez de sostenes.

Al llegar a casa de mi tío Abdalá, una parte de la familia ya estaba reunida. La primera que vi fue a mi tía Mimina, enorme, imponente. Me recordaba a la abuela de la Cándida Eréndira: decía que cargaba cinco kilos por cada hijo. Le costaba caminar, pero era imposible no verla. Dominaba el espacio.

Mi madre me ofreció una taza de café. Le dije que sí, con la esperanza de que la cafeína me aliviara el dolor de cabeza.

La mañana llegó sin que hubiéramos dormido. El calor era asfixiante. La abuela estaba en el centro de la casa. En el "Hotel Mamá", el corredor es amplio y muchos se acomodaban ahí, en busca de la débil brisa.

La gente seguía llegando: parientes que no veía desde hacía décadas, vecinos del pueblo y de pueblos cercanos. En la cocina, mis hermanas, una tía, dos primas y yo preparábamos comida para todos. Café, pan con mantequilla, jalea, paté… El olor de las gallinas cociéndose me revolvía el estómago. Me abrumaba la cantidad de gente.

—Hacé más fresco, que ya casi no queda —me dijeron.

Me llenaron una bandeja para que saliera a repartir. Dije que no.

Le pedí a mi hermana Olga que fuera ella. No quería hablar con nadie, mucho menos responder preguntas sobre mi vida. Prefería quedarme en el cuarto de pila, lavando platos y cazuelas. Ahí, al menos, tenía un poco de intimidad.

Lamentaba no poder estar sola con mi abuela. Quería contarle tantas cosas. Pedirle perdón por los años de silencio. Decirle que no la había olvidado, que solo me había alejado. Quería confesarle que nunca volví a casarme, que le mentí la última vez, solo para tranquilizarla. Que aunque no la visitaba tanto como ella merecía, siempre la amé. Que fue una de las personas más importantes de mi niñez.

Pero no podía. Había demasiada gente.

Alguien me llamó. Necesitaban que arreglara unas flores. Me alejé otra vez.

Después del almuerzo, que dimos a más de doscientas personas, vino más café, más pan. Propuse cambiar esa costumbre de alimentar a todo el que llega. Mi madre me calló:

—Dejá de hablar así.

El calor seguía. La ropa se me pegaba al cuerpo. Logré acercarme a mi abuela, pero una señora me confundió con mi hermana mayor y me abrazó. Me contó sus enfermedades, que la espalda, que el hospital. Yo, solo quería liberarme de ese abrazo que me asfixiaba. Le dije que orara, que Dios la sanaría. Me creyó. Me dejó ir.

Regresé a la cocina.

Los hombres se llevaron a la abuela a la iglesia. La casa se vació. Mis primas desaparecieron. Solo quedaba mi tía Mimina, inmensa, sentada, con un café y un pan más. Conversé con su hijo, mi primo. Me contó sus viajes: Australia, Polinesia, Europa… y cómo ahora, cansado, había vuelto a tierra firme.

Recordamos cuando jugábamos a Doña Ana, aquellas noches mágicas mientras los adultos jugaban cartas. Tanta vida vivida desde entonces.

Mi cabeza latía. El calor no cesaba. Vi a mi tío sentado junto a la abuela, y supe que algo no estaba bien. Busqué a mis hermanas en la iglesia. No estaban. Las encontré afuera.

—Hace mucho calor —me dijeron.

Volví al lado de mi madre.

La misa terminó. Los mariachis comenzaron a tocar. Eran casi las 4:30 de la tarde. El calor, finalmente, se había ido.

Mi abuela se fue a las 4 en punto, el 23 de octubre de 2007.

Ese día no llovía. A ella no le gustaba mojarse.

Hoy no siento mariposas.
Ellas se fueron con ella.
A la casa de los ángeles, como dice Nayuribe.

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